El Cielo De Los Leones by Angeles Mastretta

El Cielo De Los Leones by Angeles Mastretta

autor:Angeles Mastretta
La lengua: es
Format: mobi
publicado: 2010-01-04T08:26:35+00:00


LA LEY DEL DESENCANTO

Una semana después de que la nieve cayó hasta las faldas de los volcanes, cubriendo las llanuras que los rodean cerca de la ciudad de México, la primavera irrumpió con su escándalo de pájaros desde la madrugada, cielos clarísimos, estrellas tempraneras y una luna inmensa como nuestro deseo de que la vida fuera siempre así.

La primera de esas tardes, me fui a caminar con la puesta del sol a mis espaldas, colándose entre los edificios más altos, tiñéndolos de naranja y lila como si algo quisiera decirles.

Camino en el único territorio que esta ciudad me presta para mirar el horizonte. Un horizonte corto, interrumpido por los tres hoteles que de lejos parecen custodiar el hechizo de una gran bandera. El único horizonte cercano y por eso el más entrañable que he podido encontrar en esta ciudad.

El segundo lago de Chapultepec cobija en estos días jacarandas como incendios de flores, patos que nadan exhibiendo tras ellos la hilera de sus hijos, peces cada vez más grandes que a ratos sacan sus bocas abriendo en el agua pequeñas lentejuelas. Cobija también una gran fuente cuyo chorro no se cansa de intentar el cielo y, los fines de semana, cobija cientos de familias presas de la misma nostalgia de campo que a tantísimos nos perturba en estas épocas. Una nostalgia que se alarga en el día y que deja hasta el anochecer a los más entusiastas bobeando frente a sus hijos en triciclo, llamando a gritos a sus perros enfebrecidos por amores inútiles, caminando despacio entre los árboles, comprando baratijas en los puestos cada vez más feos que crecen cada semana, tirando basura sin tregua en botes que nunca alcanzan, persiguiéndose en patines o mejor que nada: besándose hasta imaginar el absoluto.

Así, besándose, vi esa tarde a una muchacha febril, prendida del abrazo de un hombre joven, temblando. Y entonces, sin más, como sin más se recuerda, evoqué a Márgara. Tenía la misma piel morena y el mismo rubor encendiéndole las mejillas y una chispa parecida en los ojos oscuros.

Márgara llegó a trabajar a la casa en que mi madre crecía cinco hijos menores de ocho de años, cuando yo tenía siete y medio. Ella apenas había cumplido los dieciséis, ahora sé que también era una niña, pero entonces la vi fuerte y grande como no imaginé que yo podría ser en ocho años más.

Venía de un pueblo llamado Quecholac, a unas dos horas por carretera. Era hija de la mezcla radiante que habían hecho un mexicano de purísima cepa náhuatl y una mexicana nieta de alguno de los soldados que llegaron con Maximiliano y que tras la derrota se quedaron a ganar un cobijo entre los brazos de un deseo mas cercano que Francia.

Márgara tenía la nariz respingada de una bretona, la boca grande y la dentadura eterna de quienes han comido maíz por generaciones. Yo la veía distinta y preciosa. Era además inteligente y ávida. Aprendió a guisar en poco tiempo y era rapidísima para levantar un desorden, barrer un tiradero, lavar el patio, tender las camas.



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